Roco era un perro grande, de pelaje oscuro y ojos brillantes, que alguna vez fue cachorro de una familia que lo adoraba… o al menos eso parecía. Vivía en una casa con niños, solía correr por el jardín y ladrar cuando alguien se acercaba. Sin embargo, cuando creció, sus patas largas y su cuerpo pesado ya no les parecieron tan adorables. Ya no lo dejaban entrar a la casa, no le prestaban atención, y un día, sin más, lo subieron a una camioneta y lo abandonaron en la carretera.
Los primeros días, Roco esperó en el mismo sitio. Cada vez que veía un auto parecido, se levantaba con entusiasmo, movía la cola… pero nadie se detenía. Comenzó a caminar por los bordes de la ciudad. Buscaba comida entre la basura, dormía bajo autos y lo espantaban de todos lados. Lo llamaban “feo”, “sarnoso”, “molesto”.
Pasaron los meses. Su pelaje se ensució, una oreja se le dobló por una herida sin curar, y su mirada se volvió triste. Se volvió invisible para todos… menos para Julia.
Julia era una joven que trabajaba cerca del parque donde Roco se refugiaba. Un día, en una tormenta, lo vio temblando bajo una banca y decidió acercarse. Le habló con suavidad, le dejó comida, y al día siguiente volvió. Así, sin prisas, se ganó su confianza.
Lo llevó al veterinario, lo bañó, lo curó. Pero Roco no quería confiar del todo… hasta que una noche, Julia se enfermó y no fue al parque. Roco la esperó, inquieto, bajo la lluvia. Cuando ella regresó dos días después, él corrió hacia ella como si supiera que era su única oportunidad.
Julia lo adoptó. Hoy Roco duerme en una cama tibia, corre libremente por un jardín y ya no es invisible. Es la prueba de que, incluso cuando el mundo te rechaza, alguien puede mirarte y ver lo valioso que eres.
Emilio Moscoso
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